Los minutos cuentan.

Hizo una seña para dar a entender que era la última pregunta. Encendió un cigarro y lo aspiró como había visto que lo hacen en las películas cuando hay un adiós de por medio. “Y ¿qué me dices de ese desamor sobre el que tanto escribiste?

El desamor… bendito desamor

Me extraña que lo llames bendito cuando te has quejado toda tu corta vida del famoso desamor. Salvo que seas un masoquista, pero te advierto: Al lugar que vas están los que vivieron y escribieron sobre esas materias. ¿No creo que quieras compararte con ellos?

Para nada” dijo con la voz carrasposa, “leí sus libros, me emocionó Justine y me apresuré a estudiar filosofía en un tocador; pero no seguí esas enseñanzas”. Bebió un sorbo de agua para aclarar la garganta y poder continuar.

Cuando se revisan los recuerdos que se guardan en un cofre en el fondo del closet, puedes ver el transcurso de la vida en multicolor. Y digo bendito porque los colores más vivos de aquella existencia van a coincidir con aquellos momentos en que uno es más pleno, en que somos más frágiles porque dejamos en el velador aquellas armas que nos protegen en el día a día” Hizo el intento de sentarse, pero no tuvo las fuerzas necesarias, por lo que se resignó a seguir en esa incómoda posición. “Si hablé del desamor fue porque esos colores vivos estuvieron presentes en mi vida. Es mi forma de reconocer que alguna vez amé y fui amado”.

Es una forma rara de entender el amor a través de la pérdida” dijo mientras apagaba el cigarro y se levantaba de la silla.

Quizás no lo entiendas. Serrano cantaba: “Si sufrir por desamor es un delito, vivir dándolo todo será la coartada”. Esos colores de la vida revelan que algunos delitos se cometieron. “A veces, clamaba Sabina, hay amores eternos que duran lo que dura un invierno”. Ay de esos amores que te mantienen en el desamor. De esos amores que fueron eternos todo el tiempo que duraron.  Ay de esos amores que no permiten que otros labios provoquen temblores, ni incendios”. Hizo el ademán de levantarse y extender el brazo queriendo acariciar algo que se desvanecía enfrente suyo, como lo hacen los niños con el sol que se cuela en las rendijas o los gatos con las pelusas que revolotean en el aire; pero sabía que eran imágenes difusas, solo líneas de una figura que no lograba asir. Ya había olvidado su voz. Nunca fue bueno para distinguir olores y por eso, cuando dormían, él se acercaba y olía su cuello, sus senos, su espalda, todas las veces que pudo; quería que ese olor no se fuera, no se mezclara con los olores cotidianos de las cocinas, de las panaderías, de la basura de la esquina. Ese olor inaccesible como el de tierra después de lluvia. Ese olor ya no volvería y si volviese, ya no sería el mismo.

“¿Puedes dejarme estos últimos minutos solo? No faltaré a la cita. Solo quiero hacer el último esfuerzo de recordar su rostro cuando sonreía al marcharse

La Parca apagó la grabadora y se dirigió a la puerta: “Tómate el tiempo que sea necesario. De todas maneras, tienes los minutos contados

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